Estaba
echado yo en la tierra, enfrente
del
infinito campo de Castilla,
que
el otoño envolvía en la amarilla
dulzura
de su claro sol poniente.
Lento,
el arado, paralelamente
abría
el haza oscura, y la sencilla
mano
abierta dejaba la semilla
en
su entraña partida honradamente.
Pensé
arrancarme el corazón, y echarlo,
pleno
de su sentir alto y profundo,
al
ancho surco del terruño tierno,
a
ver si con romperlo y con sembrarlo,
la
primavera le mostraba al mundo
el
árbol puro del amor eterno.
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