viernes, 4 de noviembre de 2011

Otoño costumbrista

Llegaron las tormentas con su inestimable agua, estamos en un otoño que se asemeja al invierno.

Siempre se me antoja un colorido brillante, pero este año sus matices son completamente distintos, desde mi balcón veo una bella sierra donde los ocres se pierden entre el verdor, camuflándose en las distintas tonalidades del Mediterráneo.

Sumergida en el romanticismo del paisaje con sus emociones, me envuelve las ansias de calentarme la piel entre los fogones, comienzo con recoger las recetas más dulces para esas tardes grises aguadas que nos esperan, las comidas imaginadas sazonadas con una pizca de picante que caliente el alma, esperar la mesa llena de comensales adormecidos con el aroma del té. Encaramados en las conversaciones.

Sería lo placentero la idealización de un rincón acogedor, mas toda imagen perfecta tiene un diablillo danzando, en mi caso consta de tres. Pajarillos que cuando no se les hace sus carantoñas mimosas en el momento que a ellos se les antojan, acometen con sus trinos llegando la cansina exclamación de “que pesados ponles el trapo para que callen” y aquí la perfección se convierte en dura realidad, esa sobremesa sacada del encanto del siglo xix entre romanticismo y degustación del momento, se ve privada en pocos minutos por lo que antes era llamado “encanto” y hoy se traduce en “molestia”.

Así es prácticamente imposible seguir en esa copia barata, de una filosofía de vida hoy en desuso, no es otro que encontrar maravilloso ese momento compartido, aun cuando pueda recorrer por los pasillos fantasmas de tormentas personales. Llega el tiempo del recogimiento entre amigos de lo idílico dejando de lado cualquier modo de diablejo travieso o molesto. Es hora de taparse con la ropa de la mesa camilla, recostarte entre cojines en el sofá, dejándose llevar de esa época en que lo rápido no existía y si la complacencia en los instantes que regala el tiempo, aun cuando no sean perfectos.

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